miércoles, 13 de julio de 2011

Asiento reservado

En Madrid, ya lo he comentado otra vez, el sistema público de transporte funciona muy bien. Dependiendo de las preferencias de cada uno y del tiempo de que se disponga, las alternativas realmente permiten elegir.
En los autobuses, en los vagones del metro, como en la vida, hay de todo. Mujeres, hombres, jóvenes y no tanto, lectores de todas las letras, admiradores de esos cantantes cuyas melodías adivinamos a través de los auriculares que hay en otras orejas, hablantes de otros idiomas, y gente que mira a los otros. Pero también van los que miran para abajo, absortos en sus pensamientos; quienes no se atreven a abrir la boca bajo ninguna circunstancia; los que aceptan las cosas "como son". Y los que les defienden.
Estoy en la dulce espera, y también ahora sigo eligiendo el transporte público. Es cierto, no tengo coche, pero no siento que sea urgente comprar uno. Y aunque estoy muy bien, la verdad es que aguanto ir de pie pero prefiero ir sentada. Sobre todo, si hay asientos libres. Hoy me subí a un autobús y como iba cargada y había lugar, me senté en un asiento reservado. Pero -craso error- elegí el que mira hacia adelante. Mucha gente se marea mirando hacia atrás, o no ven bien el camino. Por lo que sea, muchas veces la gente prefiere buscar un asiento un poco más atrás antes que -por ejemplo- preguntar si podemos cambiar el lugar. A mí no me importa, ni me hace mal. Pero también he visto que muchas personas que deberían sentarse en los asientos reservados, sienten que tienen el alma de niño y se van para atrás sin siquiera reparar en los sitios libres. Lo cierto es que unas paradas más adelante, entra una señora con un bastón, mira los asientos de adelante, y sigue. Decidió sentarse más atrás. Pero al rato, otra señora, más joven que la del bastón y más grande que yo, viene y me dice algo muy parecido a esto:

-Debería darte vergüenza, la señora con el bastón y tú aquí sentada.

Yo le digo, lo más amablemente que puedo, que estoy embarazada, y le hago notar que hay un asiento libre. No fue una conversación convencional, la señora prendió el polvorín y se fue para atrás. Otras, que no habrían escuchado que estoy en estado, como se suele decir acá, replicando "Hay que ver, los jóvenes, que ocupan los asientos que están para los que los necesitan". Y ahí les comenté que soy joven pero me senté por otra razón. Claro, cuando la mayoría escuchó esto y vio que había un lugar libre, una dijo que había lugar y otro intentó calmar la situación con un "Venga, hombre!"
Lo cierto es que esto hubiera sido otra anécdota más, si no fuera que se suma a otras veces en las que los asientos reservados iban ocupados por jóvenes veinteañeras con sus móviles y sus maletas, por un chico con su música y su bolsa de ropa de rebajas, o por la señora con tacos aguja y toda pintada ("antes muerta que sencilla", sentada que no aguanto este look divino), o simplemente por gente que va leyendo, charlando o mirando al vacío. O gente que me mira la panza y tal vez piense que estoy gorda, pero que no pregunta. Situaciones donde el otro no es una persona sino un espacio ocupado, ya sea en el pasillo o en los asientos. Casi cosas a las que podemos mirar pero no hablar: se puede mirar el libro que lee, se puede leer el periódico que hojea, observar cómo teje, pero nunca preguntar qué título es o qué es ese material que queda tan bien tejido.
Propongo una osadía: ¿qué tal si miramos a la cara y contemplamos la opción de articular dos palabras? Tal vez descubramos que ese bulto que se parece a nosotros también habla y no muerde. Que nos puede cambiar el asiento para que no nos mareemos o para que vayamos junto a la persona que estamos conversando. Que nos puede contar sin problemas qué lee o que el lector electrónico está muy bien (o no). Que nadie pasará factura por nada de eso. Que es bueno hablar y sonreír.

1 comentario:

  1. Felicidades por tu espera, y no desesperes con el tema de la falta de civismo, desgraciadamente hay poco que hacer, empezando por el comportamiento de los mayores.

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